Ha contactado conmigo un compañero. Perdón, antiguo compañero porque yo ya no formo parte de ese colectivo, el de los funcionarios de Instituciones Penitenciarias. Ha contactado conmigo un compañero –repito- y me ha pedido que escriba algo para esa revista digital en la que os mostráis peleones, reivindicativos y decididos a reclamar lo que consideráis que son vuestros derechos a mejorar vuestras circunstancias profesionales.

No os voy a contar batallas de abuelo cebolleta, pero algo sé de todo esto. Conozco prácticamente todas las cárceles de España y he trabajado en ellas durante cuarenta años justos, un día detrás de otro, de modo que –salvo que sea un extraterrestre o carezca de vista, oído y olfato por completo –el olor de las cárceles es inconfundible-, y el sonido… y el paisaje. Salvo que carezca absolutamente de esos sentidos, algo tengo que saber.

Este compañero, Luis, miembro de una asociación independiente –no como algunos que se llaman independientes y son muy de derechas-, me ha pedido una pequeña historia  de los últimos cincuenta años de las prisiones españolas porque, como bien dice“ para saber dónde queremos ir, tenemos que saber de dónde venimos”.

“si entra el director aquí se ponen firmes hasta las escobas”

Vosotros, los funcionarios del siglo XXI, los que manejáis ahora esa institución tan compleja, tan denostada, tan vilipendiada y tan necesaria, estoy seguro de que no tenéis mucha idea de la evolución que ha sufrido “ese sitio” en los últimos años. Vale perfectamente aquella frase famosa de Alfonso Guerra en la que afirmaba que cuando ellos llevaran unos cuantos años gobernando “a España no la va a conocer ni la madre que la parió”. Eso mismo le ha pasado a las cárceles. Si echamos una mirada atrás , recién muerto Franco, en el año 1977 que fue cuando yo entré -virgen y mártir, con 21 años recién cumplidos-, la cárcel era un lugar cerrado y siniestro, viejo y sucio, lo más parecido a las mazmorras de las novelas románticas del tipo “Conde de Montecristo”. Los funcionarios –había bastantes que carecían de cualquier titulación o, como mucho, tenían certificados de estudios primarios-, muchos, muchísimos, venían de cuerpos franquistas  o de antiguos militares reciclados en funcionarios de prisiones. En aquel uniforme, de la misma tela y el mismo color que los de la guardia civil, se veían unas hombreras ostentosas y algunos hacían gala de ellas aludiendo a que “en el ejército habían sido alféreces provisionales o incluso miembros de la extinta división azul”. Los propios directores, con uniforme de botones dorados –los de los auxiliares eran plateados- con tres coronas en las hombreras causaban impresión nada más verlos. Los presos, en su hablar diario afirmaban: “si entra el director aquí se ponen firmes hasta las escobas”. De hecho, cuando entraba, el corneta –que siempre andaba cerca del centro, daba un toque cortado y todo el mundo se tenía que quedar parado en el lugar en que se encontrara hasta que el director daba permiso para seguir con lo que cada uno estuviese haciendo.

No recuerdo ahora mismo quien fue el autor de aquella frase calificativa, un penitenciarista famoso de la época: las cárceles heredadas del franquismo eran “un engendro militaroide”. De hecho, en aquellos edificios vetustos, mal mantenidos, higiénicamente deplorables y con un olor inconfundible mezcla de zotal, pies, miseria, fritanga y pan de horno –este último era delicioso cuando se empezaba a percibir a partir de las cinco de la madrugada-, las formaciones de los presos para ser contados, los toques de corneta para comer, para el médico, para subir a los dormitorios colectivos… o para lo que fuera, eran un remedo desafinado de los toques y las conductas observadas en la mili, un auténtico engendro, como bien fueron calificadas por ese autor cuyo nombre no recuerdo.

Muerto Franco e iniciados los primeros pasos democráticos hubo una amnistía. Salieron a la calle muchos etarras –algunos se volvieron a integrar en la banda y a ejercer fieramente el terrorismo como el Carnicero de Mondragón, por ejemplo, y otros se integraron en la vida  política, como Mario Onaindía o Teo Uriarte, sin ir más lejos, condenados a muerte en el famoso proceso de Burgos-, salieron políticos renombrados como Marcelino Camacho o Nicolas Sartorius. Salió mucha gente y otros muchos quedaron dentro y otros muchos entraron porque la democracia y las leyes -supuestamente democráticas- no se hacen de la noche a la mañana. En aquellas cárceles había gente por negarse a hacer la mili –los insumisos-; había gente “presos por el gobernador civil” –como decían ellos mismos, sujetos  y víctimas de arrestos gubernativos que hoy no soportarían ni el mínimo examen del principio de legalidad-; había gente a la que le era aplicada la legislación de peligrosidad social –la famosa “gandula” y “la peligrosa”-, mendigos, homosexuales, enfermos mentales, oligofrénicos… en un revuelto infumable y muy difícil de clasificar y de tratar. Siempre ha habido en las cárceles un colectivo importante de gentes con patologías psíquicas.

“Cuando no te quieren en ningún sitio es muy fácil que acabes en la cárcel”

Esta mezcla de personas vulnerables, este amontonamiento de gentes con mil enfermedades y mil rémoras sociales –incluidos los homosexuales que eran considerados desviados, o invertidos, como también se les llamaba-  hacía buena una máxima que escuché en aquellos años y que no he olvidado nunca: “Cuando no te quieren en ningún sitio es muy fácil que acabes en la cárcel”.

En ese ambiente: la dictadura sin acabar de finalizar, la democracia intentando abrirse paso, el país intentando ser moderno, la amnistía completada, la Constitución gestándose, el bunker de ultraderecha poniendo palos en las ruedas y pidiendo a gritos un gobierno de militares porque como decía el fascista Girón de Velasco “para eso no hemos ganado nosotros una guerra”. En este ambiente mezcla de miedo, de ilusión, de miseria y de esperanza, las cárceles empezaron a arder en los motines más violentos que podían verse y que pudimos imaginar.

“este es un problema nuestro y somos nosotros quienes tenemos que resolverlo”

Era el verano de 1977. Se organizaba en las prisiones – con apoyo evidente del exterior- la llamada Coordinadora de Presos en Lucha, la COPEL. Los directores aguantaban el chaparrón como podían y los funcionarios – también los presos porque nuestro destino está unido-  éramos las grandes víctimas. Haceos  una idea: trabajábamos 24 horas seguidas y librábamos 48. Eso significaba trabajar 8 horas diarias todos los días del año y algunos memos lo consideraban un horario maravilloso. Pues bien, si entrabas de guardia un día a las nueve y tenías que salir al día siguiente a las nueve, el director te decía: quédese usted a reforzar el servicio hasta después de la comida… y las reclamaciones al maestro armero. Ni compensaciones ni nada que se le pareciera porque “este es un problema nuestro y somos nosotros quienes tenemos que resolverlo”. Otra perita en dulce eran “las imaginarias” -nombre cogido del engendro militaroide-: salias de servicio un día y al día siguiente tenías que estar presto por si eras necesario. Definitivamente vivías en la carcel. Nadie había oido hablar de la conciliación familiar.  No había relación de puestos de trabajo, no había concurso de destinos – oficinas, área mixta, vigilancia….- cada uno iba donde el director lo ponía y punto. …. Y las cárceles ardiendo y los funcionarios dentro un día detrás de otro. Si no hubiesen prescrito estás obligaciones tendrían que darnos un par de años de vacaciones…o de sueldo extra.