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Delirios de autor (el blog de Manuel Fernando Estévez Goytre)

Blog dedicado al autor Manuel Fernando Estévez Goytre y su obra

"Indecisión"

Publicado en 24 Marzo 2014 por deliriosdeautor

"INDECISIÓN"

 

http://canal-literatura.com/9certamen/63-indecision-por-segundo-sereno/

 

Dicen que uno no empieza a darse cuenta de las cosas hasta que entra por la tangente en la pubertad. A mí me pasó. O al menos, mi mente de niño encanijado y retraído no se hacía cargo de lo que ocurría en casa. Vivíamos de la generosidad de mis abuelos, únicos en la familia que manejaban cuartos, el párroco del barrio y algunos vecinos que intentaban cicatrizar la llaga que hacía sangrar nuestros estómagos mañana, tarde y noche.  Pero yo siempre me mantenía al margen, o para decirlo de un modo correcto, intentaban alejarme de las malas vibraciones que se respiraban en el seno de mi familia, aunque nunca llegaban a conseguirlo del todo. Es lo único que tal vez, y sólo tal vez, le debo a mi padre, o Roberto, como yo lo llamaba, un hombre cuyo desasosiego llegaba a ser enfermizo y peligroso. Se pasaba el día en la taberna, entre chato y chato de vino, manteniendo, siempre con los mismos amigos, unas conversaciones que por repetitivas no dejaban de parecerles interesantes sobre deportistas de élite, coches de alta gama y último modelo y mujeres, artistas conocidas casi todas, despampanantes. A veces, las menos, lo recuerdo como un hombre alegre y optimista, pero siempre con un peso que no podía o no sabía quitarse de encima y que me costó sangre y sudor poder descifrar. Un día decía una cosa y al siguiente afirmaba lo contrario. Cambiaba de opinión como de ropa interior. Sin venir a cuento. Era una persona de carácter débil, muy insegura e indecisa con los demás, incluso para las cuestiones más elementales; no tanto con mi madre, con la que mostraba la personalidad e intransigencia que a menudo le faltaban con los demás. No obstante, no me gustaría pecar de malpensado. Tenía una expresión lánguida y atormentada, escueta e imprecisa, con la que yo empezaría a identificarme, garrafal error por mi parte, al entrar en la adolescencia más temprana.

 

Carmela, mi madre, un ser sumiso y en principio recatado cuya belleza, para hacer justicia, había que vocalizar con énfasis y situarla entre signos de admiración, tenía que aguantar carros y carretas. La mala interpretación de la realidad por parte de Roberto, que yo mismo conocería años más tarde y que no se debía a causas naturales sino artificiales, tenía su origen en un tornado de sufrimiento en el seno de su familia y en posteriores partes de urgencias cuya explicación, en beneficio de su estabilidad conyugal, mi madre inventaba sobre la marcha y nunca llegaba a tramitar. Rompía los papeles en mil pedazos sin siquiera suscribirlos.

 

A veces mi progenitor desaparecía meses enteros sin darme ninguna explicación y tenía que ser Carmela la que con ojos húmedos y barbilla inquieta me contase, o se inventase, que no es lo mismo, que se había marchado a trabajar a otro lugar buscando una mejora para la quebradiza economía familiar. Pero mi curiosidad tornaba a impertinencia cuando veía que el dinero no llegaba a casa, momento en el que mi estómago amenazaba con una desnutrición severa y prolongada. Me parecía muy sospechoso, como también me llamaban la atención las continuas personas uniformadas que se dejaban caer por casa. Y qué decir de las cartas certificadas que el agente de correos, siempre el mismo, ¡qué casualidad!, hacía firmar a mi madre… me hacían dudar de la certeza de la versión facilona y más que verde que intentaba introducir en mi cabeza.

 

Cuando volvía al cabo del tiempo, mi padre se mostraba muy cariñoso y dicharachero, incluso con Carmela, que se ponía muy contenta y ganaba en simpatía y brillo facial, pero ese sosiego familiar duraba solamente unos días. Enseguida empezaba a bajar a la taberna, hablar de deporte y de negocios de sombras y esquinas y por desgracia todo volvía a su cauce natural. A las andadas. Entonces empezaba, ¡otra vez!, a escuchar desde mi cama amenazas y tonos iracundos por una parte, lamentos y sollozos por otra, y mi mejilla se empapaba sobre la sábana.

 

No obstante lo anterior, Roberto era para mí algo menos que un héroe. Siempre me había tratado bien y desde mis ciento treinta centímetros de altura y cuarenta kilos de peso, lo había idealizado. Cuando mis vecinos, amigos y compañeros de colegio, incluso familiares, me decían que no era trigo limpio, mi cólera se encendía, mi rostro enrojecía como una brasa y la emprendía a golpes con cualquiera que hurgara en su pasado o su tiempo libre e intentase manipular el concepto que me había formado de él.

 

Un día, después del violento asesinato de mis abuelos, nuestros principales benefactores, mi padre desapareció de mi vida, como otras tantas veces. Aquél fue el momento. Dejaba de ser un niño para entrar en el mundo de los adultos por la puerta de atrás. Justo lo que nunca había deseado. Yo entonces tenía doce años y, lo quisiera o no, las noticias comenzaban a llegarme masivamente. Empecé a enterarme de algunas cosas. El continuo traqueteo de hombres de chaqueta y corbata por los pasillos de mi casa y las visitas que mi madre hacía a jefatura me hicieron sospechar, una vez más, que algo extraño estaba ocurriendo. El dinero, cuando no se tiene, apaga el cerebro de los seres humanos, lo reseca…, y los abuelos muertos…, y papá desaparecido… ¿Estará en el extranjero, en Europa, en América latina quizá, o más bien habría optado por África o Asia? No lo sabía…, y la ansiedad más descarada crecía en mis adentros como una costra de impotencia que intentaba pulir cada noche en la soledad de mi cama. Tuve que acostumbrarme a vivir sin uno de los dos pilares que sostenían mi vida y conformarme con el otro, el que me proporcionaba, a pesar de su esfuerzo, una vida sin calidad ni vitalidad. Carmela intentó buscar trabajo. Una entrevista detrás de otra, un currículum, una llamada telefónica… Era absurdo. La falta de preparación unida a la conocida trayectoria de Roberto le impedían acceder a un puesto digno, ni siquiera a un contrato basura. Ni en la oficina de empleo eran capaces de encontrar algo que nos sacara del bache.

 

Tres meses después, las ausencias de mi madre se hicieron notorias. Continuas. A veces se pasaba el día entero fuera. Eso sí, volvía con la cesta llena, la cartera bien gruesa y algún regalo para mí. En poco tiempo, nuestra casa despellejada por años de falta de celo se convirtió en lugar de paso. Los señores que desfilaban por allí llegaban un poco violentos, incluso nerviosos, y salían del dormitorio de matrimonio con una sonrisa bobalicona que no había dios que la aguantara. Muchos de ellos me daban una palmadita en la espalda o me dedicaban unas palabritas que hacían evidente el buen hacer de Carmela. Vaya con la buena señora, ¿eres su hijo?, qué suerte tenerla tan cerca, hasta luego, hombretón…

 

La quería mucho. A ella y a Roberto. Por eso procuraba justificar el comportamiento de ambos. Fue una época muy ambigua, de sentimientos encontrados y continuos intentos para convencerme a mí mismo de la legalidad y moralidad de lo que hacían. Tras un largo y doloroso duelo interno llegué a pensar, y pienso aún, que detrás de todo lo que se hace, al margen de lo que habitualmente consideramos normal, existe un porqué. Ni nada se hace a la buena de Dios ni nadie deja de tener su razón, por estrambótica que nos pueda parecer y mucho que se aleje de la nuestra.

 

Me fui convirtiendo, poco a poco, en una persona de carácter débil y, sobre todo, indecisa. Fiel espejo de mi padre. Me cuesta mucho pronunciarme cuando me veo en la obligación de escoger entre dos conceptos, por muy distinto que parezca el uno del otro. No soy capaz de nada, y el sí es mi norma. Hoy, pese a la angustia que me devora el alma, suelo ir a la taberna y hablar con mis amigos de los viejos temas que nunca cambian. Muchos de los asiduos aún se acuerdan de Roberto y ensalzan su comportamiento, sus logros y sus proezas en su trabajo de sombras y esquinas donde, según dicen, superaba con creces la nota media. Yo he encontrado un trabajo que me permite vivir sin lujos aunque sin necesidades. Es una de las dos cosas que me diferencia de mi padre. La otra, haber encontrado, después de mucho buscar, una mujer a la que quiero y, sobre todo, respeto. Que nuestro hijo, aún no alumbrado, consiga superar la indecisión que yo heredé de mis mayores, supondrá otra desigualdad añadida, otro residuo, otro nuevo paso en su generación que lo hará posicionarse en las cuestiones más elementales y situar su carácter en el pedestal de la seguridad.

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